23/10/2025
Educación

Monsiváis en la memoria

Miguel Ángel Granados Chapa

Carlos Monsiváis contó entre los firmantes de una declaración, un editorial colectivo, que no vio la luz pública cuando estaba previsto. El 8 de julio de 1976 el golpista Regino Díaz Redondo eliminó por la fuerza la última página de la edición de Excélsior, el periódico que tras el asalto practicado en esa misma fecha dirigiría durante casi un cuarto de siglo (lo que habla de cuán antiguo es el cinismo social que encuentro como uno de los factores de la descomposición de nuestra sociedad, un sentimiento viscoso que todo lo condona). Junto con decenas de articulistas de ese diario, Monsiváis denunció la maniobra del gobierno federal, que culminaría aquella tarde cuando una asamblea manipulada expulsó de su cargo a Julio Scherer, a cuya salida fue acompañado por esos mismos colaboradores y otros muchos miembros de la cooperativa.

Y naturalmente se incorporó a la planta de colaboradores de Proceso, con artículos con su firma y, tras un conflicto de Monsiváis con los editores de La Jornada, con su columna Por mi madre, bohemios. Desde que la estableció, se generó entre ambos una suerte de complicidad, porque no todo el mundo, y yo sí, reconocía en ese extraño título uno de los versos del poema de Guillermo Aguirre y Fierro, El brindis del bohemio, que alguna vez intentamos recitar a dúo.

Durante su estancia en Proceso, Monsiváis estrechó una fructífera relación personal con Scherer, de la que el gran periodista debería hablarnos, y que se manifestó asimismo en el ámbito profesional. Publicaron juntos Parte de guerra I y II, crónica y documentación excepcionales sobre los acontecimientos de 1968. Por mi parte, aunque dejé de ver a Carlos debido a mi ausencia de la revista (ausencia temporal, pues sólo duró un cuarto de siglo), seguí su trayectoria en la segunda mitad de los setenta, cuando se inició la publicación de los volúmenes que lo hicieron un clásico de la crónica-ensayo, que fue su género: Entrada libre, Los rituales del caos, Escenas de pudor y liviandad,  que habían sido precedidos por la antología de cronistas A ustedes les consta, en que él debió haberse incluido y que preparó casi con igual esmero a su documento de corte semejante sobre la poesía mexicana que al comenzar los sesenta fue una de sus aportaciones principales a la cultura mexicana, aunque no fuera de las buscadas por el público. Como a muchas personas, el bien educado Carlos invariablemente hacía que Era, su editor principal, me enviara sus nuevos títulos, siempre dedicados con amabilidad y a veces con ironía.

En abril de 1982 formamos parte de una alegre tropa que a invitación de la Histadrut, la central obrera de Israel, visitamos durante más de una semana ese país. Rafael Arazi, el representante de esa especie de CTM (pero decente), reunió un grupo de intelectuales y periodistas para que se informaran in situ de la situación de esa nación, asediada por la opinión pública a causa de  errores de sus gobernantes. Figuramos en esa variopinta delegación Elena Poniatowska, Anne Marie Mergier, Adolfo Gilly, el propio Carlos, Froylán M. López Narváez, Virgilio Caballero… No sé si para los propósitos de Rafael también, pero resultó un viaje espléndido. Creo que ninguno de nosotros había estado en la Tierra Prometida antes (yo he vuelto media docena de veces, por mi cuenta y al lado y de la mano de Shulamit Goldsmit, mi compañera orgullosa de su judaísmo), y nuestra breve estancia no fue estéril. Encontramos allí a Esther Seligson, amiga de varios de los viajeros y que hace no muchos meses nos abandonó para siempre.

En las tertulias del Ateneo de Angangueo se había esbozado un desafío que tuvo su episodio principal a orillas del Mar Muerto. Caminando a orillas de esa extraña formación lacustre, Monsiváis y yo cantamos a dúo cuantos boleros y canciones rancheras románticas venían a nuestra memoria. Ninguno de los dos fue dotado del sentido del ritmo y de la cadencia, pero se hizo lo que se pudo. Me parece que el cotejo finalizó cuando Monsiváis reconoció que una canción que yo propuse, y entoné triunfal, le era desconocida. Por fortuna para mí, nunca contendí con Carlos en el recuerdo de música vocal estadunidense, en que era también un memorioso experto, mientras que yo lo ignoro casi todo, salvo las tonadas y las versiones en español de algunos números que contaron en el hit parade de los años cincuenta.

A esa circunstancia gozosa siguió, el 30 de mayo de 1984, el momento trágico y doloroso del asesinato de Manuel Buendía. Ambos éramos amigos cercanos del periodista ultimado por la policía política, y ambos sentimos su pérdida muy intensamente. Fue igualmente acusada la indignación que el homicidio nos produjo, y que nos comunicamos en el velorio, encabezado por José Antonio Zorrilla, que no sólo se apoderó de la investigación para evitar que la pesquisa policiaca lo mirara a él y a su grupo, culpables del homicidio, sino también de su sepelio, con la misma intención. Aunque todavía después de ese instante histórico Iván Restrepo convocó a alguna reunión del Ateneo, en su casa, el club que Carlos mismo, el anfitrión y don Manuel habían fundado, prácticamente desapareció entonces, y se dispersó por completo en los años siguientes tras la muerte –esa por fortuna no violenta– de don Francisco Martínez de la Vega y de don Alejandro Gómez Arias.

Aunque en Unomásuno Carlos era más asiduo colaborador de Sábado, el suplemento dirigido por Fernando Benítez, no vaciló en ser parte del grupo que tras la ruptura con Manuel Becerra Acosta fundó La Jornada. De modo que nos encontrábamos desde las reuniones preparatorias, ya sea en Prado Norte o en la calle de Durango, y luego en las oficinas originales del diario, en Balderas y Artículo 123. No obstante la cercanía afectiva que notoriamente nos unía, no nos frecuentábamos, acaso porque no era necesario ya que las circunstancias políticas y profesionales nos aproximaban de por sí. Así fue en 1988, con motivo de la efusión cardenista, y así sería en 1994. Si no me acuerdo mal, los dos fuimos parte de un grupo al que el ingeniero Cárdenas convocó en su casa de Andes, días y aun horas después del alzamiento, para reflexionar en voz alta sobre el significado de la insurgencia zapatista, que halló en Monsiváis la presencia solidaria que todo movimiento de liberación esperaba y recibía de él. Como una muestra de su adhesión a esa causa, y por su interés en las movilizaciones sociales en general, escribió el prólogo de los varios tomos que Era dio a la estampa con las declaraciones y otros documentos del EZLN.

Quizá fue en noviembre de 2007 la última vez que estuvimos reunidos fuera de la Ciudad de México. La Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca hizo a Julio Scherer un merecido homenaje, y Carlos y yo fuimos invitados a participar en la ceremonia. El acontecimiento coincidió con la feria del libro que con éxito creciente organiza un grupo de jóvenes emprendedores e intelectuales. La oferta editorial era tan vasta, y tan intenso el afán adquisidor de Monsiváis –quien no compraba únicamente libros, sino piezas de artesanía y antigüedades–, que pronto se quedó sin fondos. Acudí en su auxilio con un pequeño préstamo que para mi satisfacción Carlos no se ocupó en saldar, lo cual me complació porque, aunque fuera por esa minúscula razón y por un momento quedé convertido, yo que como muchos fuimos deudores de Carlos, en su orgulloso acreedor.

En los últimos años tuve otra gran satisfacción: el recibir distinciones que él merecidamente había tenido antes. Así fue, por ejemplo, con el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Autónoma Metropolitana, uno de los muchos  galardones con que Carlos fue premiado. Sonreí contento al ver su rostro riente en la pared donde esa institución muestra los retratos de sus doctores honoríficos.

Supe también que Monsiváis había sido elegido académico de la lengua, si bien no ocupó nunca la silla correspondiente. A la hora de su fallecimiento, Margo Glantz, genuinamente entristecida por la pérdida de su amigo dilecto, pidió que la Academia Mexicana de la Lengua publicara una esquela de condolencia, aunque Carlos no hubiera pertenecido a ella. Se equivocaba: Diego Valadés recordó que sí había sido académico, por más que nunca pronunciara su discurso de ingreso.

A propósito de esas distinciones compartidas, y otras que la fortuna me ha ofrecido (especialmente la Medalla Belisario Domínguez, del Senado de la República), Carlos me envió en noviembre de 2008 su libro El 68. La tradición de la resistencia. A modo de lamento y reproche que compartí plenamente, dijo: “Querido Miguel Ángel: Nunca nos vemos, siempre te leo y siempre me enorgullezco de tus reconocimientos. Un gran abrazo. Carlos”.

http://www.proceso.com.mx/rv/hemeroteca/detalleHemeroteca/151640

__________________________________

El camino a la intelectualidad en México se labra con buenas relaciones desde la juventud, amigos generacionales en cargos públicos y políticos y, en el caso de Monsiváis, también con una amplia labor escritural.

  • 2010-06-26 | Milenio Semanal

Foto: Saúl López/ Cuartoscuro

La clave del éxito. ¿Cómo puede alguien ingresar a la élite intelectual de México y luego llegar a la cima de ella? La clave está en tener las relaciones y méritos suficientes para capitalizar las oportunidades que para ello se presentan o se crean. En este caso, Carlos Monsiváis compartió los espacios idóneos con las personas convenientes, y contó con las cualidades necesarias para una carrera ascendente hacia la cima.

Cuando Monsiváis ingresó a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en 1955, había aproximadamente un millón 400 mil jóvenes en edad de cursar educación superior, pero solamente 14 mil lo hacían, es decir, uno de cada 100, cuando hoy la proporción es uno de cada cuatro. En esa época, mientras él cursaba dos licenciaturas, cerca de 40 por ciento de los mayores de 15 años era analfabeta; su condición de universitario lo hacía de entrada un sujeto de élite en un país de desigualdades. Al paso de los años, gran parte de los egresados de entonces alcanzaron posiciones de liderazgo o de poder.

Carlos llegó a la educación superior por pertenecer a una familia de clase media con buen ánimo para apoyar su capacidad y gusto por el estudio. Asimismo, el que haya sido de religión protestante parece haber estimulado su afición a la lectura por dos vías: la Biblia fue el libro con el que aprendió a leer, y por otra parte, era víctima de maltrato por sus compañeros de escuela primaria precisamente por profesar una fe distinta, con lo cual tuvo desde temprano a los libros por juguetes y a la literatura como juego.

Siendo un púber de 13 años inició voluntariamente su socialización política como simpatizante del henriquismo (corriente opositora al candidato presidencial del PRI, Adolfo Ruiz Cortines, encabezada por el general Miguel Henríquez Guzmán) distribuyendo propaganda a su favor. En la preparatoria participaría tanto en protestas contra actos de represión del gobierno mexicano como en muestras de solidaridad con el gobierno guatemalteco depuesto en un golpe militar, iniciando así sus interrelaciones con líderes sindicales, de organizaciones estudiantiles y movimientos sociales de oposición. Luego, cursar simultáneamente dos carreras de nivel superior le permitió socializar con quienes tenían una vocación marcadamente política en la Escuela Nacional de Economía tanto como con los estudiantes de la Facultad de Filosofía, más orientados hacia la literatura. A partir de allí comienza Monsiváis a formar parte de las fuerzas básicas —como se dice en el futbol— de la intelectualidad mexicana, donde más o menos todos se conocían o reconocían entre sí. Ahí, en la UNAM, en esos años, se hizo amigo de quienes lo serían hasta su muerte: Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Cristina Pacheco, Elena Poniatowska (reportera del diario Excélsior en la sección de cultura, no universitaria) y varios más.

Con Elena Poniatowska y Carlos Fuentes en el homenaje a Leonora Carrington en el Museo José Luis Cuevas, el 12 de febrero de 2009.

Con Elena Poniatowska y Carlos Fuentes en el homenaje a Leonora Carrington en el Museo José Luis Cuevas, el 12 de febrero de 2009. Foto: Oswaldo Ramírez

DE TALACHERO A REY DE LA TERTULIA

Después de su época estudiantil hubo espacios que fueron sumamente significativos para explicar el fenómeno Monsiváis: uno, las redacciones de las revistas y suplementos culturales más importantes del país y, el otro, El Ateneo de Angangueo, lugar de reunión organizado por Iván Restrepo. Monsiváis publicó su primer artículo en 1957, a la edad de 19 años, en la revista Medio Siglo, Expresión de los Estudiantes de la Facultad de Derecho. Ésta era una revista hecha por universitarios, que entonces era mucho decir, e importante si consideramos que era promovida por Mario de la Cueva y donde los de la generación previa a la del sabio de la colonia Portales comenzaron a publicar en 1953. Entre ellos estaban Carlos Fuentes, Mario Moya Palencia, Porfirio Muñoz Ledo, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Rafael Ruiz Harrel y Salvador Elizondo. Desde un año antes Monsiváis había conseguido el puesto de secretario de redacción de esta revista, siéndolo simultáneamente de Estaciones, dirigida por Elías Nandino, en la que publicó su primer cuento. Con él entró a trabajar el entrañable José Emilio Pacheco. Su ingreso a la élite cultural se dio entonces a través de una función necesaria: el trabajo operativo, el que requería tanto los conocimientos como la dedicación y meticulosidad que las tareas de edición implicaban y que difícilmente tendrían disposición o interés en realizar escritores con una carrera lograda.

Durante la década de los sesenta Carlos obtuvo múltiples becas y fue publicado en varios diarios y revistas, en todos los cuales contaba con amigos que apreciaban como valiosas sus colaboraciones. Luego dirigiría en la revista Siempre!, el suplemento La cultura en México, desde 1972 hasta 1987. José Emilio fue su jefe de redacción durante nueve años, y él precisa así la función que Monsi desempeñaba: “Hice la talacha anónima de las notas y las traducciones aunque me autopubliqué muy pocas veces… fuimos la primera generación que intentó vivir sólo de su trabajo sin ocupar ningún puesto administrativo”, en contraste con los intelectuales que, entonces y ahora, desempeñaban cargos en la función pública o contaban con plazas en la academia.

Con Sergio Pitol y José Emilio Pacheco en la época estudiantil.

Con Sergio Pitol y José Emilio Pacheco en la época estudiantil. Foto: Ricardo Salazar/ Archivo

Sobre la faceta editorial de Monsiváis, Gerardo Estrada relata cómo su amistad con él fue motivada en buena medida por haber sido “su constante y fiel lector desde que era estudiante”, por lo que le reconoce una inmensa “deuda intelectual y personal”, así como porque “fue generoso” y acogió sus primeros textos en este suplemento, “y desde entonces no dejó de reprocharme mi pereza para escribir”. Años después diría que Carlos “fue sin duda alguna el mejor y más crítico asesor en mi estancia en mis cargos públicos”, especialmente como director del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y como coordinador de Difusión Cultural de la UNAM, “casi siempre en una mesa de amigos, normalmente uno o dos sábados al mes, en el restaurante Bellinghausen de la Zona Rosa” (El Universal, 20 de junio de 2010). Como hacen los políticos, el cultivo telefónico de las amistades era una tarea cotidiana de Carlos Monsiváis.

No se puede omitir la importancia entonces de los lugares de reunión entre notables, herencia de los salons franceses, a los que se accedía sólo por invitación. El ingreso a estos sitios va marcando la diferencia entre ligas menores y mayores. Por ejemplo, el economista Iván Restrepo solía hacer reuniones en su casa los jueves, a las que llamaba El Ateneo de Angangueo, nombre del pueblo natal en Michoacán del periodista Manuel Buendía. Los convidados eran Julio Scherer, Miguel Ángel Granados Chapa, Margo Su, Fernando Benítez, Enrique Flores Cano, León García Soler, José Carreño Carlón, Héctor Aguilar Camín, Elena Poniatowska, y, por supuesto, Carlos Monsiváis. La escritora Guadalupe Loaeza relata su impresión de la primera vez que asistió a una de estas tertulias, con lo que nos deja ver una cualidad más, el carisma, que posiblemente diferencie a Monsiváis positivamente de muchos otros llamados intelectuales: “Monsi siempre era el centro de las comidas… fosforecía por sus conocimientos, por su sentido del humor, por su memoria y por su capacidad para imitar… Todos lo celebrábamos y le aplaudíamos” (Reforma, 22 de junio de 2010).

ESTILO Y PERSUASIÓN

Todo lo anterior no bastaría para explicar esta historia de éxito si no se destacasen dos grandes méritos: originalidad e innovación. El primero se refiere al reconocimiento de un estilo propio que logró caracterizarlo singularmente, al haber llevado Monsiváis la ironía al grado de maestría. Su columna política era de redacción complicada, abigarrada, pero de ideas sencillas y consistentes a lo largo de las décadas, fácilmente reconocibles y simpáticas para quienes gravitan alrededor del llamado por la justicia social: los políticos priistas son corruptos y dicen muchas estupideces, los políticos panistas son mochos e ignorantes y los obispos católicos son retrógradas. En suma, La Derecha tiene la culpa de todo lo malo —tanto de la pobreza como del hábito de ver televisión— y sólo La Izquierda tiene la calidad moral asistida por la razón para hacer el bien. En contraste, Octavio Paz y Carlos Fuentes se desgastaban en explicar la complejidad de largos procesos entre figuras retóricas como ogros o relojes de arena invertidos. Para ellos El Pueblo está traumado o tiene problemas de identidad, pero en las crónicas de Monsiváis aparece siempre —con todo su folclor resplandeciente—, como bueno, ingenioso y pachanguero, retratando de manera divertida a sus íconos y prácticas culturales, por lo general concentrado en la populosa capital, en los lugares más comunes de lo chilango y lejos de las regiones y diversidades del país. Desde la autobiografía de sus mocedades (a los 28 años) había proclamado ya su “intolerable afición al DF”. Su obra se caracteriza porque, en un país tan centralizado, la fenomenología de la capital es supuesta como tratado nacional.

El segundo mérito del cronista es el de haber obtenido el reconocimiento público como introductor de nuevas racionalidades de la política, de poner temas en la agenda pública a partir de la afirmación de la tolerancia y la diversidad como valores, del impulso de causas que con el tiempo fueron cobrando legitimidad e incluso de la difusión de una jerga particular a su discurso, lo que en conjunto fue constituyendo para muchos jóvenes —y no tan jóvenes— mexicanos el paradigma de la corrección política. Aunque no haya sido el primero ni el único en hacerlo, su visibilidad multimediática le permitió ponerse a la cabeza de la opinión pública: el gran logro de Monsiváis fue el de establecer con simpleza, claridad y contundencia los campos contrapuestos de lo correcto y lo incorrecto en un país poco dado al análisis de lo complejo. A su favor puede considerarse que su oposición al gobierno fue siempre dentro del marco de la ley, y que nunca promovió medios que implicaran la violencia para el cambio.

El fallecimiento de Paz y las prolongadas estancias fuera del país de Fuentes despejaron en la opinión pública a las figuras de una estatura intelectual similar o superior, a lo que se sumó un convenio de voluntades y emociones entre sus amigos más influyentes para proclamar la preeminencia del maestro Monsiváis como La Conciencia de México.

Héctor Villarreal

http://www.msemanal.com/node/2584


Descubre más desde My Didacticali

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Avatar de Desconocido

MyDidacticali

Noticias sobre Educación, Normales, Inglés, Escuelas en general, PNCE, Protocolos Escolares, Salud Escolar y Padres de Familia